Avistamiento.

A través de la ventana del último bus a casa: he visto el amor. Con la elegancia de los ibis rojos y la sutileza de las amapolas primaverales, que como un trueque místico brotan en los campos de batalla.
Su fotografía, una imagen augusta y señorial, coruscante e indómita, acompaña la barca de mi pensamiento errante, resquebrajado y maltrecho por los embates del día. Aquella Friné de Oriente hace justicia la concepción de la belleza, que para aquellos que inmortalizan la piedra, sirve de musa isomne, de Atlas para el peso de sus mundos, de mundos para el pensamiento guarnecido.
Lanzar la vida por aquella ventana hubiese sido la insensatez más sensata. Nadie teme a la muerte en busca de algún Dios, y era yo quien a Dios veía caminando la más ordinaria de las veredas mortales. 
Con ojos de insuperable agonía seguí su estela en la distancia abarrotada de gente. Como quien espera el regreso de las olas a las faldas de la playa; la ilusión sostenía un manojo de estrellas azules, pero aquella tarde ella no se enteraba del compromiso, y a mi, que tanto me cuesta caer en sorpresa de las cosas, fui el bufón de al menos treinta individuos, que veían nuevamente al hombre ser vencido por la bestia, pero claro, ellos no lo sabían.

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