Memorias.

Fuiste el pábulo de mis días por un centenar de moribundas ocasiones.
El suelo para mis pies descalzos, doloridos y cansados de transitar caminos innombrables.
En ti supe apoyar mi mejor acero, y con manos desnudas moldear la mejor versión de las cosas carentes en mí, y que en vos parecían nacer sin necesidad de vociferar palabra alguna, siquiera el más tímido murmullo.
Un recuerdo como frágil vestigio desea aferrarse a cualquier esperanza, pero hay esperanzas que mueren por falta de recuerdos.
Más de una vez he sentido mis entrañas balancearse en las más escarpadas cornisas, aguardando el descenso agudo de mi humanidad indefensa, sin brazos que atajen el viaje, sin blanca Beatríz al final del periplo, sin ti, que en ninguna rendija miras ya, que ni siquiera te asomas a las ventanas. Que no caminas por los parques ni empapas la mirada por allá donde se funcionan el mar y el cielo.
¿Qué nos ocurre? ¿Mentimos a los latidos por no sentirnos una vez más quebrantables ante las ganas?
Yo si te pienso en mis espacios, ellos me hablan de ti. Me desgastan en una tertulia que lleva por nombre el color de tus ojos, las ondas de tus cabellos y hasta el poder de tu hoyuelo izquierdo capaz de agujerearme el corazón con su encanto helenístico.
Yo soy un condenado a la desdicha, a una vivencia única y simbiótica. A cubrirme de noche con su manto de cuervos, a embriagarme en mi aislamiento con los ecos del olvido.

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