En la oscuridad del
averno.
Casi no puedo ver mis manos. Sé que mis pies están hundidos en alguna
parte de esta oscuridad porque ocasionalmente una rata tropieza con ellos e
incluso hasta los muerde. No sé qué día es, si está claro afuera o ya es de
noche. Mi encierro es único y constante y mis oídos solo conocen el sonido de
mis suspiros ocasionales y el de mi pobre humanidad arrastrándose por las
superficies de esta celda diabólica, donde soy el privilegio de mi especie,
donde el desprecio de los que viven encuentra morada absoluta.
El
mundo está repleto de pecados y pecadores, y son estos los que deciden y
señalan con sus dedos impíos quienes viven para arrepentirse de ellos y quienes
deben pagar por los mismos. Yo entro en el peor renglón de todos, pues no creo
exista castigo comparado con el que sufro sin descuido de las horas desde hace
ya algún tiempo. Es mi condena tan atroz que el más valiente pensamiento en su
mejor día es imposible de imaginar, ni siquiera adivinar la más diminuta
esquirla.
Mi celda ha
de medir unos cuatro metros de ancho por tres de largo. Es áspera y húmeda. Me
embriaga de fetidez constantemente, y su ambientación siniestra me ha corroído
cualquier vestigio de esperanza que haya quedado en mí después de todo lo
ocurrido. Mi mundo se mueve bajo las reglas del dolor. Es este mi constante
compañero aquí en este recinto de Hades. Se aferra a mí día tras día y me
muestra sus dientes cada vez con más euforia. Me retuerce las vísceras en un
plato negro.
Todos los
días la puerta de mi encierro se abre dos veces. La primera de ellas supongo
que es con el alba, y digo supongo porque mis ojos no han vuelto a contraerse
ante la luz del sol desde que estoy acá en estas mazmorras. Escucho deslizarse
los pestillos de la entrada de mi celda y el crujir de la madera vieja y
robusta con que esta ha sido confeccionada. Que sonido más espeluznante. Puedo
decir que mis poros sangran al saber que todo empieza de nuevo con ese sonido.
Mis lágrimas descienden a voluntad por mis mejillas, y tiemblo como un animal
asustado. El más asustado de todos.
Dos
hombres me toman de los brazos y sin mostrar gentileza alguna me arrastran
fuera de mi aposento. Mis pies prueban el duro suelo dejando el carmesí de mi
sangre en los ladrillos del pasillo por donde me conducen. No les importa mi
dolor, ni mis suplicas, ni mi estado físico. Sus dedos se fijan a el poco
musculo que se ciñe a mis huesos y sus uñas se engarzan en mi piel casi
desgastada por la faena diaria. Para ellos solo soy una carga más. Una que debe
ser tratada con desprecio y repugnancia.
Me alojan en
un cuarto iluminado por antorchas tenues y aquí empieza mi maldición. Amarado
de brazos frente a una pared me despojan de mis harapos y mi desnudez se hace
presente una vez más en aquel silencio. Tiemblo de pavor. De miedo desmesurado.
Mi cuerpo entero llora ante las fauces de aquel infierno. No controlo mis
desechos que se esparcen por la recamara. Esto les molesta; y empiezan su
tarea.
Mi
espalda cimbrada cual madera del más viejo y desmarañado bote prueba las
caricias del mismísimo lucifer. Sus látigos se hunden en mí surcando las
hendiduras de mi carne, de mi ligero cuerpo balanceándose sin voluntad alguna.
Me destajan hasta el hueso y en cada jirón de sangre y miedo se llevan una
parte de mi, de mi repulsiva y endeble figura, de lo poco que va quedando de lo
que un día se pudo reconocer como una persona. Una como tú que hoy lees estas líneas.
Su mirada se
nubla con mi sangre, y su jadeante respiración deja a demostrar el cansancio de
sus brazos. Se aseguran de que siga con vida rociando mi humanidad con puro
licor de maíz. Mi alarido es casi inaudible. Tengo tanta sangre en mi garganta
que se me es imposible emitir sonido alguno. Sueltan la cuerda que me hata y
caigo al suelo rustico de piedra. Respiro apenas lo suficiente. Todo se nubla,
y me desmayo.
Quiero morir
de una vez, pero no lo permitirán. Me mantienen vivo para día tras día alargar
mi agonía. Me cuidan las heridas y atienden mientras vago en el mundo de los
sueños, y al despertar me veo de nuevo inmerso en la oscuridad de mi averno. De
mi báratro de mierda.
A esta altura
del relato te preguntaras ¿Cómo puede sobrevivir un hombre a este suplicio
diario? La respuesta es simple. Con inteligencia. Y no de parte del condenado,
sino de sus torturadores. Cada día era un tormento distinto, siempre
asegurándose de no acoger con muerte al invitado de honor en estas fiestas del
diablo. Hoy podían ser astillas de bambú debajo de mis uñas, o asfixiarme hasta
el desmayo en toneles de agua. Colgarme desnudo y descenderme hasta una hoguera
ardiente, que se yo... La mente de estos malditos ha sabido desgastarme lo
suficiente como para olvidar de momento sus atrocidades.
Ahora bien.
¿De qué manera puede merecer persona alguna condena como esta? ¿Cómo es que la
más insólita alma existente en este plano de mortales puede llegar a sufrir en
tal magnitud? Pues, solo por fijar mi mirada en la flor de un jardín al que no
se me permitía mirar. Por dejar sin riendas al corazón en terrenos salvajes.
Por amor.
Eomir, la
hija del rey Camut, señor del reino de Fitzek. La mujer más hermosa y sutil que
han podido ver mis ojos. Casi la reencarnación de la misma Helena de Troya. Era
sencillamente imposible pertenecer a la guardia de su majestad y no sentir como
el mundo cambiaba a tu alrededor al verla venir por pasillos del palacio. Sus
ojos azules de verdad te hacían pensar que existía un cielo. Su presencia era
lo más sublime que he podido experimentar.
No sé si
decir que el amor correspondido de Eomir hacia mí era lo más sublime o la maldición
más atroz. Nos las arreglamos para vernos, sabiendo que solo era de forma
fugaz. Mas no lo eran nuestras promesas. Soñábamos a ser reales en un mundo
donde no existíamos juntos. Y así fue hasta que duró. Ahora acá estoy yo y ella
donde siempre ha de estar. Quiero descansar de una vez por todas, dejar este
plano y al menos verla desde el otro. Eomir.
De
nuevo interrumpe mi descanso el sonido del pestillo de la pesada puerta. Me
toman de brazos sin clemencia y me llevan a mismísima morada de cerbero. De
vuelta al cuarto iluminado con antorchas tenues, saben estirar mis extremidades
por poleas que buscan descuartizarme por completo. Mis brazos y piernas pierden
todas sus fuerzas y parecen ya no pertenecerme. No se inmuten y entre risas
apuestan cuanto tardaré en desmayarme, disfrutan mi agonía y desesperación. Mas
cuando esta a punto de ebullir el clímax de esta tortura, se detienen. Algo
sabe interrumpir la faena, y emergen sonidos que no puedo reconocer desde la
puerta del aposento. Parecen voces.
Por primera
vez en mucho tiempo mi humanidad sintió un gesto que no fuera emitido con
desprecio y odio. Sentí en mi rostro la caricia de un ángel. De mi ángel.
Eomir. Que en aquellas mazmorras se encontraba y me tomaba en sus brazos. Sabia
decirme entre lágrimas que todo estaría bien y que me sacaría de allí. Que
seriamos por fin lo que habíamos imaginado alguna vez, y que nadie se opondría,
que sería posible esta vez. Que el rey había fallecido y ella como única
heredera podía hacer realidad nuestras promesas. Y fue en ese instante
desde hace mucho que sentí alegría y que quise ahora si estar vivo.
Supo curar
mis heridas con el tiempo. Darme alijo lejos del reino y estar conmigo en todo
momento. Mi alma estaba restablecida por completo. Había vuelto a la vida y
ahora más que nunca quería vivirla, vivirla con Eomir. Borrar de mi memoria el
tiempo en las mazmorras y concentrarme en aquellos profundos ojos azules de mi
doncella.
Una mañana
me dispuse ir al bosque a buscar flores para Eomir. Quería hacerle una corona
con flores silvestres y también me di a la tarea de crear dos anillos con hilos
de sepa del campo. Regrese a la casa y allí la encontré. Coloqué la corona que
había hecho para ella en su cabeza y le hice saber que era un regalo para la reina
que era, no del reino de Fitzek, sino de mi alma. Planté mi rodilla al suelo y
le mostré los anillos, colocando uno en su dedo después de su aceptación.
Nos fundimos
en un abrazo que quise que fuese eterno, tome sus manos y me disponía a probar
sus labios, mas cuando quise acercarme para hacerlo, Eomir ya no estaba. Frente
a mí solo podía ver la más horripilante forma osea, un esqueleto que vestía
como Eomir esa mañana, que me miraba con las mandibulas abiertas semejantes a
una carcajada burlona. Caí al suelo del pavor infundido por esta imagen no sin
percibir también que todo a mí alrededor se había nublado. El viento azotaba a
los arboles con ventiscas enardecidas. Sentí miedo, mucho miedo. Me arrastraba
por el suelo aterrorizado viendo como el esqueleto vestido como Eomir caminaba
hacia mi siempre con las fauces abiertas. Trate de arrastrarme más rápido pero
mis piernas no respondían, mis brazos carecían de fuerza alguna, y empece a
experimentar el peor de los cansancios. Mi cuerpo estaba exhausto,
postrado en la tierra, incapaz de moverse. Vi como me alcanzaba la horrible
figura, que postrándose encima de mi parecía no dejar de mirarme. Acercaba su
feo cráneo hacia mi rostro y apretaba fortísimo mis muñecas. No pude más sino
gritar desesperado a los cuatro vientos y cerrar mis ojos. Entonces el sonido
del pestillo de la puerta y el crujir de la madera interrumpió nuevamente mi
descanso, trayéndome de vuelta a la oscuridad de mi averno.
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